Misterio en el Lemrow

 

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Misterio En El Lemrow (Spanish Edition) by Mary Jo Robertiello (Dec 22, 2013)

 

Misterio en el Lemrow

Mary Jo Robertiello

Copyright 2011

All rights reserved

ISBN XXX-X-XXXXXXX-X-X


Capítulo 1

 

10 p.m. Jueves, 29 de enero

 

—Rita me dijo que las respuestas deberían ser breves y al grano.

      El detective Steve Kulchek se refería a la fiscal Rita McCarthy, durante la sesión de preparación para el último día del juicio. Asintió en el iPhone, como si le estuviera hablando a su compañera, Dominique Leguizamo, desde el otro lado del escritorio. Después de colgar, estiró la espalda contra el respaldar de su habitual reservado en BOLO’s, e hizo rotar primero el hombro derecho y luego el izquierdo. Corrió las cortinas calicó descoloridas y miró como la lluvia caía en el callejón. El acogedor bar estaba en uno de los pocos edificios de ladrillo que quedaba en la Primera Avenida, apocado entre un rascacielos de cincuenta y dos pisos de acero y cristal, y otro en construcción. La vida era bella. No. Era mucho mejor que eso. Se pasó la lengua por los labios al pensar en el fuerte caso de asesinato que tenían en las manos. Incendio provocado y tres muertos. Imaginaba que el dueño del edificio había orquestado el incendio porque tenía una deuda grande de dinero. En la búsqueda del autor del crimen, el primer paso los condujo a un mexicano- americano de 24 años de edad. Tenían un testigo. Reacio, pero un testigo al fin. Un ex presidiario que trabajaba como guardia de seguridad en un edificio cercano en la calle 86 y la Tercera Avenida. Había tomado fotos de un hombre derramando gasolina y luego prendiéndole fuego al edificio. El equipo de Steve calculaba que el testigo planeaba un chantaje, pero lo agarraron y se hicieron de su teléfono celular mucho antes de que pudiera llevarlo a cabo.

      Todo estaba dispuesto con la excepción del testimonio del detective principal en la corte al día siguiente. Steve estaba listo.

      Dejó su teléfono en la mesa. Que sea Carmen la que llame. Estaba más que harto de los altibajos de su relación: en un momento peleaban y dos minutos después estaban disfrutando del sexo. Inhaló profundamentey pensó que la odiaba. ¿Por qué no estaba allí? ¿De que valía tener una novia si no podía ni celebrar con ella?

      Steve le echó una mirada a su segunda casa, deteniéndose en las banquetas de imitación de piel cuarteadas y el bar de cinc, en los adornos navideños que colgaban todo el año del espejo en el que se miraban los clientes; anuncios lumínicos de marcas de cervezas que habían quebrado hacía tiempo, reservados de madera a media luz y una vitrola titilante. Brindó, levantando la copa de güisqui a un quejumbroso Sinatra que se lamentaba de sí mismo.

      Era la escena de las celebraciones: casos ganados, ascensos, bodas y todas las ocasiones imaginables. Era la escena de los fracasos: casos perdidos, destituciones, divorcios.

      Steve le hizo una señal al cantinero-dueño-expolicía para que le diera otro Jack, y respiró profundamente el olor rancio a bebida y a mujeres. Sus nervios olfatorios advirtieron el olor a Camels sin filtro de la vida pasada del bar de madera. No podía jubilarse. Tenía que ganar suficiente dinero para comprar cigarrillos. 

      Steve salió por la puerta lateral para fumar. Se refugió bajo el saliente, temblando y escuchando a Johnny Cash en Walk the Line. Hizo un anillo de humo y pensó en dejar de fumar. ¿Ir a una clínica? ¿Hipnosis? ¿Cosas detrás de las orejas? ¿Acupuntura? Sintió escalofríos de pensar en las agujas.

      Y todo por Carmen. Carmen, la mujer alta, orgullosa, apasionada y terca que él adoraba. Era una mujer ardiente.¿Debía dejar de fumar y casarse? Era lo que ella quería. ¿Renunciar a fumar? Posible. ¿Casarse? El estómago le dio un vuelco. No. Una vez era más que suficiente. Lo único bueno había sido su hija, ahora de diecinueve años.

      ¿Qué era eso? La puerta de un taxi se cerró y una mujer atractiva corrió bajo la lluvia en dirección de BOLO’s. Por un segundo pensó que era Carmen. Ya quisiera. Le gustaron las piernas, y la falda corta y apretada. En el tiempo que le tomó la última chupada, meterse de nuevo en BOLO’s y echarse una menta a la boca, la mujer ya estaba sentada en una de las banquetas del bar. El pelo castaño y ondeado le brillaba con las gotas de lluvia. Le examinó el trasero y luego le hizo una seña al cantinero para que le diera un trago en su nombre.

      En un susurro y en tono afeminado, el cantinero le puso delante un Makers Mark sin hielo y le dijo: “El caballero en el tercer reservado le envía saludos y quisiera que le aceptara este trago”.

      Ella giró para echarle una mirada de arriba abajo.

      No clasificaba en la liga de Carmen, pero no estaba mal. Tenía buenas piernas. Le sobraba el colorete en la cara.

      —¿Me acompañas?

      Sabía que un gesto entre mueca y sonrisa las enganchaba a todas, por lo menos al principio. Una luz roja le pulsaba en el cerebro intermitentemente. La ignoró. Quería celebrar la casi victoria del caso. Cualquier excusa era buena para disfrutar de sexo. Se metió el teléfono en el bolsillo.

      —¿Y por qué no? —dijo ella. Le sonrió, se bajó de la banqueta y agarró su trago y su bolso. Lanzó su Armani en el asiento y se acomodó en él. Le dirigió una sonrisa a Steve mientras buscaba un Kleenex. No lo usó en la cara o en el pelo, sino para limpiar la piel artificial de su bolso.

      —¿Armani?—dijo Steve.

      —Sí.

      —¡Qué clase! —el tono de Steve y su mirada incluían a la mujer. No mencionó que sus tres años en el departamento de robos habían afilado sus habilidades para detectar imitaciones de zapatos, carteras y hasta joyas.

      —¿Fumas? —dijo ella y le dio un sorbo a su bebida.

      —¿Por qué lo preguntas? —¿Otra mujer metiéndose en sus asuntos?

      —A lo mejor puedo sacarte un cigarrillo.

      Steve supo que ella los había olido. ¿Quién trataba de ligar a quién?

      —Me llamo Steve.

      —Kimberly.

      —Nombre clásico.

      Kimberly sonrió.

      Le resultó vagamente familiar. El espacio entre sus dientes superiores le recordó a una modelo que había tenido una corta vida como actriz.

      —¿Eres modelo? ¿Actor, disculpa, actriz?

      Ella se rió. Sus pechos se elevaron provocativamente sobre el escote de la blusa de raso.

      —¿Qué haces, Kimberly? —Steve le hizo una señal al cantinero para que trajera otros dos tragos.

      —Descanso —dijo y se tomó lo que le quedaba de la bebida.

      Segunda ronda. El cantinero puso los tragos en la mesa y les hizo una seña levantando el pulgar. Steve y Kimberly se rieron, diciéndose con la mirada que el cantinero tenía tipo de imbécil. Steve chocó su copa de Jack con la de ella. Los dos apuraron la bebida. Se podía escuchar la música popular de fondo, que comenzaba a animar el lugar.

      Steve hizo una seña con la cabeza en dirección a la vitrola.

      —Detesto esa porquería.

      Ella se inclinó sobre la mesa y sus pechos se apoyaron en la superficie como masa de pan creciente.

      —Me encantaría fumarme un cigarrillo.

      —Podemos fumar afuera, sin mojarnos mucho o pasar mucho frío —Steve se detuvo—. Tengo una idea mejor —volvió a detenerse. No podía sugerir ir a su casa. Las fotos de Carmen estaban por todos lados y ni hablar de sus ropas, cosméticos. ¡Bah!

      Una vez afuera, encendieron sus cigarrillos y soplaron el humo en direcciones contrarias sin molestarse el uno al otro.

      Steve se paró frente a ella, protegiéndola de la lluvia. Kimberly tomó una bocanada.

      —Ah, esto me gusta— sonrió. Tiritaba y se acercó a él.

      Se sentían a gusto, los dos contra el mundo de los no fumadores, salpicados por la lluvia que batía contra la calle y les mojaba las piernas.

      —¿Cuál era esa mejor idea? —le dijo ella en un susurro.

      —Pensé que podríamos ir a mi casa y conocernos mejor, pero está recién pintada.

      —¿Recién pintada? —Kimberly sonrió con sospecha.

      —De verdad —y levantó la mano como si estuviera haciendo un juramento—. El olor es horrible. Hoy voy a dormir en el sofá de mi hermano.

      —¿No tienes novia, un tipo tan bien parecido como tú?

      —No, por el momento —la agarró por el pelo ondeado y perfumado, la acercóy la besó por largo tiempo—. Quería hacer esto desde que vi esa boca tan sensual.

      —No he pintado mi casa en años.

      —¿Vives sola?

      —Por el momento.

 

      Steve usó el permiso especial de estacionamiento para dejar el carro lo más cerca posible del edificio de Kimberly, un rascacielos en la Segunda Avenida y la calle 56. Corrieron bajo la lluvia y Steve, todo un caballero, le puso su abrigo sobre la cabeza. Subieron al décimo piso, mientras se abrazaban en el elevador. Una vez dentro del estudio, Kimberly lo puso a media luz. Sin preguntar, Steve bajó las persianas de la ventana que daba a la Segunda Avenida.

      Cuando se dio media vuelta, Kimberly estaba detrás de él. Era la pura imagen de una niña. La cabeza ladeada con las manos detrás y sus pies perfectos apuntando hacia adentro. En tiempo récord se había quedado en enaguas negras de raso. Sintió algo de decepción. Cuánto le gustaba desvestir a las mujeres.

      —Ya me apuro —dijo Steve mientras se quitaba la camisa que lanzó en dirección a la mesa de noche casi golpeando un reloj en forma de gato con ojos que se movían.

      —¡Cuidado! —a Steve le sorprendió el tono brusco de Kimberly—. Discúlpame —le susurró ella mientras se le acercaba y le acariciaba la espalda—. Déjame a mí. Lo haló por el cinto hasta la cama. El cerebro de Steve registró un apartamento organizado y una cama bien hecha, aunque no por mucho tiempo. Enseguida se hundieron en ella. Steve se dio cuenta más tarde que parte de la excitación radicaba en el olor a sábanas limpias.

      Steve se despertó a las cuatro de la mañana. Miró a Kimberly que abrió los ojos y se acomodó del otro lado. Dormitó por tres minutos. De pronto, Kimberly lo abrazó.

      —Hola, guapo…

      Steve giró y ella lo besó en la boca.

      —No, cariño, tengo mal aliento —dijo rechazándola, pero Kimberly continuó besándolo.

      Steve se debatió entre un revolcón rápido o un caso de asesinato. El caso fue más fuerte. Corrió la sábana a los pies de la cama y se sentó.

      —Kim, me tengo que ir.

      —Kimberly.

      —Kimberly, me tengo que ir.

      —¿Te molesta que quiera que te acuerdes de mi nombre? ¿Y a qué viene tanta prisa? —dijo un poco irritada—. Pensé que yo te gustaba.

      —Eres un encanto, pero me tengo que ir —dijo buscando sus calzoncillos y sus pantalones.

      Ella lo abrazó por detrás y comenzó a besarlo y a acariciarlo con las uñas. Luego lo rodeó con las piernas.

      Steve pensó que era una sabandija, pero le siguió la corriente haciéndole cosquillas en los pies.

      Ella reía. Steve trató de zafarse de una pierna y luego de la otra.

      —Vamos, cariño —le dijo manteniendo la calma. Estaba sorprendido de la fuerza que tenía la mujer—. Vamos, cariño —volvió a decir y se deshizo de sus piernas de un tirón mientras se subía los pantalones.

      Ella lo fulminó con la mirada mientras se pasaba la mano por las piernas.

      —Vamos, Kim, Kimberly.

      Ella sacó la enagua de debajo de la almohada y se la puso.

      —Te llamo —mintió él.

      Kimberly continuaba mirándolo con furia mientras se examinaba las piernas.

      —¿Algún moretón? —Steve se puso el cinto.

      —Esto te va a pesar.

 

      Tomó el elevador hasta el recibidor. ¿Por qué habría reaccionado así? Levantó los hombros. Ya en la planta baja solo estaba concentrado en el importante día que le esperaba. Fuera del edificio, el aire era fresco, la lluvia había cesado y en la Segunda Avenida lo sorprendió el canto de un pájaro. Steve se sentía muy bien. Mientras caminaba al carro pensó que llegaría a Stuyvesant Town con tiempo suficiente para dormir un par de horas, bañarse, afeitarse y ponerse el traje que había recogido en la tintorería y que usaba en raras ocasiones. Luego iría directo a la corte.

      A las 9:00 a.m. Steve se encontraba en el pasillo de la corte en el número 100 de la calle Centre; a su lado, la asistente de fiscal de distrito, Rita McCarthy y uno de sus ayudantes. Estaban rodeados de latinos. Algo de esperar, ya que tres ecuatorianos habían muerto en el fuego y el abogado defensor era mexicano-americano. Además de los familiares y amigos de las víctimas, Steve reconoció reporteros de Telemundo y de Univisión.

      El abogado defensor, un hombre que Steve había visto en la corte, pero que no conocía, le sonrió a Rita al pasar. ¿Por qué? Nada de qué preocuparse, Steve se dijo, pero a su detective interior le preocupó esa sonrisa.

      Después que hicieron pasar a la sombría sala a todo el grupo, Steve buscó al nuevo miembro de su equipo.

      Vio a King al final del recinto, un hombre de raza negra, alto, guapo, con la cabeza afeitada. Lo habían traído al departamento durante un movimiento de ajuste multicultural. Este caso era tan importante para él como para Steve.

      La compañera de Steve, Dominique Leguizamo, no estaba presente, pero él sabía que ella estaba al tanto de su iPhone. Este era su último caso antes de ser promovida a teniente.

      Rosaria, su amiga íntima, tampoco estaba, pero lo había llamado temprano esa mañana para darle cuenta de lo que una indigente, Bettylisha Moishabisha, había declarado en corte. Bettylisha afirmó haber visto a un guardia de seguridad retratar a Jorge Sánchez mientras este derramaba un líquido y prendía fuego a la esquina del edificio 203 Este de la calle 86.

      Ya tenían la evidencia. El autor del crimen era responsable por la muerte de los ecuatorianos. Una vez condenado, más tarde o más temprano reduciría su sentencia implicando al dueño del edificio.

      El juez Michael Feingold hizo entrada en la sala a las 9:30 en punto. Era un hombre sensato con expresión cansada, a solamente dos semanas de la jubilación. La toga negra y vieja le colgaba algo torcida de los hombros encorvados. Sus ojos, pequeños y redondos, recorrieron la sala sin expresión alguna: el lugar donde se sentaban en bancos adyacentes el acusado y sus abogados, la fiscal y sus asistentes, el secretario del juzgado y la taquígrafa. Luego, le hizo una seña con la cabeza al oficial de la corte al final de la sala antes de sentarse bajo el lema En Dios confiamos. En cuanto se sentó, le dio las gracias al jurado por su aplicación y su puntualidad.

El acusado, Jorge Sánchez, le habló al oído a su abogado. Al igual que el detective King, Sánchez tenía la cabeza rapada. A diferencia de King, tenía tatuada una culebra que salía de su uniforme anaranjado, le daba la vuelta al cuello y serpenteaba por la nuca hacia la cabeza. Como se trataba de un caso criminal, dos oficiales lo flanqueaban.

      Inmediatamente después de que Steve prestara juramento ante el juez, la asistente de fiscal de distrito, McCarthy, presentó sus credenciales: graduado de Justicia Criminal, John Jay College, dos años en la unidad anticrimen y, los últimos ocho años, detective, Grado II.

      También se dirigió al jurado: el detective Kulchek fue condecorado con la medalla al valor y con la medalla al mérito por su desempeño como policía.

      McCarthy le había dicho en la sesión de prueba: “ponte las medallas”. “Para qué, para parecer un dictador de Sudamérica, nunca”.

      Luego, McCarthy quiso que Steve se pusiera su uniforme, pero cuando él le recordó que los miembros del jurado odiaban a la policía, desistió de la idea.

      La fiscal no perdió tiempo.

      —Detective Kulchek, por favor, describa qué hizo usted el 11 de julio del año pasado.

      —El jefe de bomberos Ross me llamó a las 5:10 a.m. a la estación de policía 19 del número 153 Este de la calle 67.

      —¿Qué le dijo el jefe de bomberos Ross, de haber dicho algo?

      —Un edificio en el número 203 Este de la calle 86 ardía en llamas. Tres cuerpos quemados se habían encontrado en el sótano.

      —¿Qué hizo usted, de haber hecho algo?

      —Abandoné la estación y llegué a la escena a las 5:25 a.m.

      —Describa qué encontró usted en el 203 Este de la calle 86.

      —La unidad de bomberos 19 ya había extinguido el fuego, pero pude ver los tres cuerpos quemados en el sótano —la fiscal le había dicho a Steve que mirara al jurado cuando dijera esto. Miró directamente a un hombre que parecía latino.

      —¿Sabe usted cómo se determinó la causa de las muertes?

      —Sí, las unidades de medicina legal y forense determinaron que las víctimas había muerto por inhalación de humo y quemaduras.

      A pesar de que el jurado había visto las fotos del fuego y de los cuerpos quemados, Steve hizo una pausa, como le fue instruido, para refrescarle la memoria.

      —¿Cuál fue su primera reacción al llegar a la escena del crimen?

      —Inspeccioné la escena con el jefe de bomberos Ross, que me mostró un recipiente de un galón en la esquina noreste del edificio. Una sustancia que yo identifiqué como gasolina había sido rociada alrededor del área. Había restos de gasolina dentro del recipiente.

      —¿Que hizo usted entonces?

      —Pedí que se fotografiara la escena. Mi equipo encontró un testigo que vio a una persona tomando fotos en el momento en que la gasolina estaba siendo rociada.

      —Describa qué hizo usted, de haber hecho algo, después de saber que —la asistente de fiscal de distrito revisó sus notas y pronunció cuidadosamente el nombre de la indigente, a sabiendas de que el juez estaba listo para intervenir en caso de cualquier actitud arrogante— la señora Bettylisha Moishabisha había visto al señor Iggy Martin, el guardia de seguridad del edificio adyacente, el 205 Este de la calle 86, fotografiando al acusado mientras rociaba la gasolina.

      —Protesto, Señoría —dijo el abogado defensor.

      —Protesta procedente. Cuidado con los escalones —el juez Feingold, miró a la fiscal.

      —Muy bien, Señoría. Detective Kulchek, describa qué hizo usted, de haber hecho algo, después de conocer que la señora Bettylisha Moishabisha vio al señor Iggy Martin fotografiando al acusado.

      La fiscal no mencionó que el señor Martin, el único testigo, había estado en la cárcel. Era algo que la defensa se encargaría de esgrimir.

      —Interrogamos a la señora Moishabisha —Steve puso su acostumbrada cara de monaguillo antes de hacer contacto visual con una señora gruesa de raza negra que él sabía era la portavoz del jurado.

      Su subconsiente le hizo revivir el hedor a orina, bebida alcohólica de baja calidad, excremento de perro y restos de comida de donación que resultaron de sacudir la inmunda manta de dormir del Goodwill, hasta que su equipo encontró el recibo de la tienda All Night Bagels to Go de la calle 86, con la hora 4:55 a.m y que probaba que Bettylisha estaba cerca del edificio.

      —Para que conste, su Señoría, quisiera repetir el testimonio de la señora Moishabisha.

      Steve no estuvo presente cuando Bettylisha prestó declaraciones, porque en condición de detective principal, él tenía que testificar. Steve recordó lo que su amiga Rosaria le había dicho por teléfono esa mañana. La indigente, bañada y arreglada por cortesía del fiscal, había declarado elocuente y locuazmente, al punto de tener que pedírsele que abandonara el estrado.

      —Acérquense —le dijo el juez Feingold a los dos abogados— ¿McCarthy, cuál es el objetivo?

      —Refrescarle la memoria al jurado. Tenemos el testigo, el guardia de seguridad que tomó las fotos y el acusado.

      —¿Cuál es su opinión, señor? —le preguntó el juez al abogado defensor.

      —Una pérdida de tiempo.

      Una respuesta inteligente, porque el juez Feingold era conocido por sus juicios rápidos.

      —Denegada la petición, McCarthy. Estamos casi en la hora de almuerzo.

      —Entendido, su Señoría.

      La fiscal regresó a su mesa y se recostó sobre ella antes de dirigirse a Steve.

      —Detective, usted dijo que había interrogado a la señora Bettylisha Moishabisha —la fiscal hizo una pausa para darle la oportunidad al jurado de recordar las declaraciones de Bettylisha: el acusado había sido fotografiado dándole fuego al edificio 203 Este de la calle 86—. De haber hecho algo, ¿qué hizo usted entonces, detective?

      —Interrogamos al Sr. Martin, quien confirmó haber tomado las fotos con su teléfono celular. Le confiscamos el teléfono.

      —Protesto. Testimonio de oídas, su Señoría —dijo el abogado defensor.

      —Protesta procedente —dijo el juez Feingold.

      —Sí, su Señoría —dijo la fiscal McCarthy—. Queremos mostrar de nuevo las fotos del fuego.

      —Protesto, su Señoría. Repetitivo. El jurado ya ha visto esas fotos —dijo el abogado defensor.

      —¿Cuál es el objetivo, McCarthy? —preguntó el juez Feingold.

      —Darle la oportunidad al jurado de examinar las fotos.

      —Protesta improcedente.

      —Gracias, su Señoría —McCarthy se lo esperaba—. ¿Nos podemos acercar?

      El juez asintió, se levantó y bajó por los escalones del lado de los jueces. Se le unieron los abogados del fiscal y la defensa, el secretario de la corte y en medio del grupo, la taquígrafa.

      —Usted dirá, McCarthy —dijo el juez y cruzó los brazos, como si fueran alas de murciélago.

      —¿Puede la fiscalía mostrar la fotografía del momento en que la gasolina es rociada en el edificio?

      El juez se le adelantó al abogado defensor para protestar, porque el jurado ya había visto la foto.

      —El jurado vio una foto borrosa —dijo McCarthy—. Esta foto está clara. No ha sido alterada, simplemente se ha aclarado.

      —Muéstreme la original y la segunda versión —le pidió el juez a la taquígrafa de la corte, que intercambió sobres con el secretario como jugadores profesionales de póker. Ella mostró las fotos de manera que el abogado defensor y los miembros del jurado las pudieran ver. Después de que el juez las estudiara detenidamente, dijo:

      —Bien. Puede utilizar solamente ésta.

      —Protesto —dijo el abogado defensor.

      —Tomado en cuenta —dijo el juez y regresó al estrado.

      Después de entregar copias de la versión mejorada al jurado y a Steve, la fiscal McCarthy dijo:

      —Describa lo que aparece en las pruebas documentales Ay B, detective Kulchek.

      —Son la misma foto de un hombre rociando un líquido cerca de la esquina de un edificio.

      —¿Qué aparece al pie de la foto?

      —La fecha, el año en curso y la hora: 11 de julio de 2011, 5:02 a.m.

      —¿Puede usted identificar al hombre de la foto?

      —Sí, es Jorge Sánchez —Steve no puso expresión alguna, pero notó que tres o cuatro de las mujeres del jurado miraron al acusado desafiantemente.

      —¿Cómo sabe usted que es el Sr. Jorge Sánchez?

      —Es la persona de la foto —con el rabillo del ojo Steve notó tres miembros del jurado que asentían—. Él tiene antecedentes.

      —Concluye la fiscalía, su Señoría. Gracias, detective Kulchek.

      —La defensa presentará después del receso de almuerzo —el juez Feingold le echó una mirada al equipo de la defensa—. Advertimos al testigo que todavía se encuentra bajo juramento y no debe hacer comentarios de su testimonio. Señoras y señores, estamos en receso de almuerzo. Comenzaremos de nuevo a la 1:30 en punto.

      Se escuchó caer el mazo.

      Aún sentado en el estrado, Steve notó que el abogado defensor miraba para la entrada del jurado con una extraña sonrisa. La puerta se abrió y una mujer joven atravesó la división entre el público y la sala y le entregó un sobre de 9”x12”. El abogado defensor lo abrió, sacó una fotos, sonrió y poniendo una cara muy seria las devolvió al sobre. Se levantó y salvó la distancia entre su banco y el de la fiscal McCarthy.

      —Esto acaba de llegar. Lamento la poca anticipación.

      Rita McCarthy dejó sobre la mesa su portafolios de piel y abrió el sobre de papel manila. Sacó las fotos, les echó una mirada rápida y las puso de nuevo dentro del sobre.

      —Las revisaré en mi despacho.

      Steve observó los movimientos del abogado y Rita desde el estrado.

      —Detective. Receso de almuerzo —dijo un oficial de la corte.

      —Olvídese del almuerzo, detective. Sígame. Ahora —dijo Rita tajantemente. Los músculos de la cara le pulsaban.

      Rita McCarthy cerró la puerta del despacho asignado a la fiscalía y le pasó el cerrojo.

      —¿Qué carajo es esto, Steve? —habló en voz baja, pero Steve notó que la mano derecha le temblaba ligeramente mientras sacaba tres fotos del sobre manila. Las colocó sobre la mesa.

      Steve vio una foto de él durmiendo como un bebé, un bebé desnudo. En una esquina de la foto había una mesa de noche. En la mesa de noche, un reloj en forma de gato. Una camisa cubría parcialmente la esfera. Al pie de la foto se podía leer: 12:30 a.m. 30 de enero de 2012.

      La foto número dos mostraba unas piernas amoratadas.

      En la foto número tres podían verse los brazos musculosos de Steve.

      La música blues del teléfono de la fiscal cortó la tensa atmósfera. Steve se miró el traje y deseó hacerlo jirones.

      Rita McCarthy contestó el teléfono. El lado izquierdo de la cara le latía con un tic nervioso.

      —Te llamo en cinco minutos —se volvió hacia Steve—. ¿Dónde estuviste anoche?

      —Obviamente, ya lo sabes.

      —Te tendieron una trampa. Ella es la novia del acusado. Afirma que la amenazaste con darle una paliza si no testificaba que su novio provocó el incendio.

      —¿Y eso qué quiere decir?

      —No te me hagas el tonto, Steve. Eso quiere decir que la obligaste a acostarse contigo.

      —¿Y tú le crees?

      —Honestamente, no, pero la defensa va a pedir anulación del juicio. El hecho de que tú tengas cualquier cosa que ver con uno de los testigos…

      —¿Cómo lo iba a saber? La vi en BOLO’s y quise ligarla —lo volvió a pensar—. Nos ligamos mutuamente.

      —Ella afirma que la golpeaste y le hiciste moretones.

      —Pendejadas.

      —Y qué más.

      —Hoy por la mañana me rodeó con las piernas, para que no me fuera —Steve estaba rojo—. Y tuve que zafarme usando un poco de fuerza, pero, de veras, Rita, no le hice ningún daño.

      —Quisiera matarte —dijo entre dientes señalando hacia la puerta—. ¿Sabes cómo va a caer esto en la corte?

      —¿Quién es ella? —preguntó Steve. Algo le daba vueltas en el cerebro. Recordó que en el bar le pareció conocida y que pensó que era una actriz que había visto en alguna película porno.

      —¿En qué estás pensando?

      —Quisiera saber quién me acusa de agresión.

      Rita McCarthy sacó del sobre la foto de una mujer con pelo largo y rubio, sonriendo con los labios cerrados.

      —Kelly Smith, maquilladora y segundo lugar en el Concurso Internacional de Hooters de trajes de baño —Rita leyó de un documento—. Los moretones aparecen en sus piernas.

      —Hechos por ella misma.

      —Es la novia de Jorge Sánchez desde hace tiempo. El acusado, en caso de que lo hayas olvidado —dijo apretando los dientes.

      —Es un montaje.

      —Es coacción de testigos.

      —¿Cómo supo que yo estaba en BOLO’s? —dijo más preguntándoselo a él mismo que a Rita.

      —Como prácticamente vives allí, no fue nada difícil.

      Alguien de adentro, pensó. ¿Carmen lo había traicionado? Descartó ese pensamiento humillante. Otro le vino a la mente. Coño, Carmen se va a enterar.

      Rita levantó la foto.

      —¿La reconociste? Esta foto aparecía entre los otros posibles testigos de la defensa —se refería al tablón de anuncios de casos recientes de la estación de policía.

      —No sabía quién era. Me dijo que era una actriz —Steve no quería admitir que le había resultado familiar.

      La fiscal le dio la espalda y habló por el teléfono.

      A la 1:30 p.m. el juez Feingold entró en la sala y se sentó. Con anterioridad, un oficial de la corte le había enviado el mensaje de que los abogados querían conferenciar con él sin la presencia del jurado.

      —¿Señores? —dijo mirando a la fiscal y al abogado defensor que se le acercaban.

      El abogado defensor colocó las tres fotografías delante del juez con un aire solemne. Después de que Feingold las examinara, le echó una mirada a Steve que estaba sentado en la mesa de la fiscalía.

      —¿Y ahora qué? —dijo aún mirando a Steve.

      —Mi testigo afirma que el detective Steve Kulchek la amenazó con darle una paliza si no testificaba que el acusado incendió el edificio que hace esquina con la calle 86 —dijo el abogado defensor.

      —El detective Kulchek me ha asegurado que él no amenazó ni le hizo daño alguno a la testigo —habló la fiscal en voz baja—. Él sostiene que le tendieron una trampa.

      —Las fotos revelan otra cosa —notó el abogado defensor señalando la foto de las piernas con moretones.

      —Eso no es prueba —dijo el juez.

      El abogado defensor le mostró entonces la foto de Steve durmiendo desnudo.

      —Él admite que se acostó anoche con la testigo de la defensa —las orejas de McCarthy estaban rojas de ira—. Sexo consensual.

      —No de acuerdo con mi testigo —dijo el abogado defensor.

      —Eviten el él-dijo, ella-dijo, señores —dijo el juez—. Estamos perdiendo tiempo. Póngalo en el estrado o estamos hablando de un juicio nulo.

      La fiscal McCarthy respiró profundamente. Un juicio nulo significaba oficialmente que la fiscalía tendría que empezar desde el principio. Por escrito, todavía era posible alcanzar un veredicto de culpable en, posiblemente, mil años. Extraoficialmente, un juicio nulo significaba que el caso estaba perdido. No solo el acusado saldría libre después de matar a tres personas, también lo haría el dueño del edificio. Y lo peor, McCarthy se dio cuenta de que la compañía de seguros tendría que pagar.

      —¿Puedo hablar con el detective Kulchek? —le preguntó al juez.

      El juez asintió, y el abogado defensor se dio el lujo de sonreír compasivamente.

      La fiscal se acercó a la mesa y se inclinó sobre Steve.

      —No hay otra salida. El juicio es nulo. Han muerto tres personas, detective —lo miró taladrando a un Steve triste y avergonzado—. ¿Qué representa esto y qué representas tú contra la criminalidad en el estado de Nueva York?

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